Mi vida ha cambiado mucho en los últimos años: he dejado la prensa de videojuegos para buscar suerte en otro sector, me he independizado, me he mudado de ciudad… Ya no tengo tanto tiempo de jugar como antes y, lo que más me sorprende, tampoco tantas ganas como cuando tenía veintipocos (y menos). Supongo que el hecho de terminar cada día cansada de estar horas y horas frente al ordenador tiene algo que ver.
Pero no por ello he abandonado un hobby que tanto me gusta. La parte buena de haber dejado atrás la prensa de los videojuegos es la ausencia de prisa por completar el juego que tocaba en el momento. Y aunque la vida sigue a un ritmo que a veces me supera, encender la consola o el ordenador aún me da un poco de paz. Después de unos meses un poco complicados, Zelda: Tears of the Kingdom me ha servido para desintoxicarme, y bajar el ritmo. La nueva aventura de Link era justamente lo que necesitaba.
No os voy a engañar, enfrentarme de nuevo a Hyrule en toda su inmensidad se me hizo bola en un principio, exactamente igual que me ocurrió con Breath of the Wild. Demasiadas posibilidades, demasiado terreno que cubrir. Los primeros días no podía jugar más de 15 minutos. De hecho, solo con el prólogo necesité un par de días para llegar al final y bajar a tierra. Pero cuando por fin me regresé a los verdes prados de Hyrule, las piezas empezaron a encajar. Pronto había dejado de obsesionarme con acudir a un destino claro y definido por las misiones y empecé a deambular por el mundo, descubriendo las postas, los mercaderes, las bestias y las atalayas. La única motivación fija que mantuve hasta que la completé, y que me impulsó a explorar todas las regiones antes de seguir ninguna otra misión principal, fue la de localizar los geoglifos. Y tengo que decir que, a diferencia de BOTW, la historia que me contaban las lágrimas allí caídas conectó más conmigo que cualquier otra historia del juego. Necesitaba conocer todos los detalles, necesitaba saber qué había ocurrido con Zelda y, por encima de todo necesitaba encontrarla.
Creo que esta ha sido la mayor diferencia de mi experiencia con BOTW. Con aquel juego también me enamoré de sus prados y de su absoluta ausencia de prisa para completar sus misiones, pero me faltó la motivación para emprender la misión final. No quería terminarlo, así que… no lo hice. Mi primera partida con Breath of the Wild terminó un día cuando apagué la Nintendo Switch sin enfrentarme a Ganon y, sin darme cuenta, no volví hasta después de la pandemia. Había pasado tanto tiempo que perdido la destreza con los controles y tuve que empezar de cero. Con Tears of the Kingdom no me ha ocurrido nada parecido. Ni siquiera con la exploración del subsuelo, que cada vez que decidía bajar me pasaba todo el tiempo en tensión. He paseado simplemente buscando seres con las que rellenar la enciclopedia, charlando con los NPC que se cruzaban en mi camino y buscando los tesoros de Nambod que algunos me revelaban. Llegué a Akkala sin proponérmelo y me llenó de cariño ver la antigua casa de Link decorada por Zelda. Fui más al norte y descubrí la manera construir un nuevo hogar más ajustado a mis intereses ya que el antiguo pertenecía a la princesa. Intenté amasar una fortuna y fracasé estrepitosamente al gastarme buena parte del dinero en trajes y flechas. Disfruté del viaje y, cuando supe que la experiencia estaba llegando a su culmen y empezaba a tener la sensación de que no quería que terminara, puse rumbo a mi destino final para derrotar a Ganondorf y descubrir, de una vez por todas, si había salvación posible para la princesa. No podía quedarme sin saberlo.
Soy consciente de que muchas de estas cosas ya se dijeron con Breath of the Wild, cuyo espíritu como mundo abierto permanece en Tears of the Kingdom a la vez que mejora tantas de las propuestas originales del primer juego. Pero ha sido con este, quizá por el momento vital en el que me encuentro, el que me ha ayudado a encontrar la paz como no me ha ocurrido con otros juegos que también he disfrutado mucho. Supongo que es uno de los principales defectos de los títulos de mundo abierto: su completa obsesión por indicarnos las miles de misiones que podemos hacer, casi forzándonos a estar permanentemente como recaderos en lugar de disfrutar del camino. Me ocurrió con los últimos juegos de Assassin’s Creed, con Horizon Forbidden West… allá donde había un indicador de misión, allá que iba. Consumiendo hora tras horas en misiones que, en muchos casos, eran insípidas, solo por el hecho de completar un listado y eliminar un icono del mapa. Tears of the Kingdom, una vez más, puso Hyrule en mis manos y me dijo «ve donde quieras».
Mi experiencia con Zelda Tears of the Kingdom no ha sido muy diferente, a nivel jugable, que con Breath of the Wild. A pesar de que me considero una persona más o menos creativa, he utilizado muy poco las mecánicas de crafteo. Mientras que para algunos jugadores se ha convertido en un método revolucionario de llevar al juego a extremos inesperados, en una fuente de memes o en una herramienta para facilitar ciertas tareas (como la eliminación de enemigos o la pesca) yo solo lo utilizaba solo cuando era absolutamente necesario hacerlo. Es decir, en los santuarios y poco más. No es que no me parezca divertida o interesante. Ciertamente, puedes conseguir mil usos para dos artilugios zonan. Pero lo que me pedía el cuerpo era algo más simple y llano: viajar y desconectar.
No tengo ninguna duda de que, al igual que BOTW en su día, Tears of the Kingdom ha marcado un nuevo listón en los juegos de mundo abierto y en las mecánicas de libertad para los jugadores. Ojalá más estudios lo tomaran de modelo, especialmente en la gestión de las misiones. Si aún estáis dudando si jugarlo o no, yo os lo recomiendo enormemente. Ha sido una experiencia redonda de la que aún no he podido salir. Quiero seguir explorando, buscando tesoros y derrotando enemigos. Quiero volver a Hyrule.


